20101104

El Federalista, 78

Al pueblo del Estado de Nueva York:

Procedemos ahora a examinar el departamento judicial del gobierno propuesto.

Al exponer los defectos de la Confederación actual, se han señalado claramente la utilidad y la necesidad de una judicatura federal. Por eso es menos necesario recapitular las consideraciones que entonces se hicieron valer, ya que no se pone en duda la conveniencia de la institución en abstracto, y que las únicas cuestiones que se han suscitado se refieren al modo de constituirla y a la amplitud de sus facultades. Por lo tanto, nuestras observaciones se limitarán a estos puntos.

La manera de constituirla abarca, a lo que parece, los puntos siguientes:

1° El modo de nombrar a los jueces.

2° El tiempo que durarán en los puestos y las causas para ser removidos de ellos.

3° La distribución de la autoridad judicial entre los diferentes tribunales y las relaciones de éstos entre sí.

Primero. En cuanto al modo de nombrar a los jueces, ha de ser el mismo que para nombrar a los funcionarios de la Unión en general, y ha sido discutido ya tan ampliamente en los dos últimos artículos, que nada puede decirse en este lugar sin incurrir en una repetición inútil.

Segundo. En cuanto a la tenencia de los empleos judiciales, concierne sobre todo al tiempo que durarán en sus funciones, a las disposiciones sobre su compensación y a las precauciones en materia de responsabilidad.

Conforme al plan de la convención, todos los jueces nombrados por los Estados Unidos conservarán sus puestos mientras observen buena conducta, lo cual se halla de acuerdo con las mejores constituciones de los Estados y, entre ellas, con la de este Estado. El hecho de que su utilidad se haya puesto en duda por los adversarios del proyecto constituye un grave síntoma de la violenta manía de encontrarlo todo mal, que turba su inteligencia y su discernimiento. La regla que hace de la buena conducta la condición para que la magistratura judicial continúe en sus puestos, representa con seguridad uno de los más valiosos progresos modernos en la práctica gubernamental. En una monarquía, crea una excelente barrera contra el despotismo del príncipe; en una República no es menos eficaz contra las usurpaciones y opresiones de la entidad representativa. Y es el mejor instrumento que puede discurrir ningún gobierno para asegurarse la administración serena, recta e imparcial de las leyes.

Quien considere con atención los distintos departamentos del poder, percibirá que en un gobierno en que se encuentren separados, el judicial, debido a la naturaleza de sus funciones, será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución, porque su situación le permitirá estorbarlos o perjudicarlos en menor grado que los otros poderes. El Ejecutivo no sólo dispensa los honores, sino que posee la fuerza militar de la comunidad. El legislativo no sólo dispone de la bolsa, sino que dicta las reglas que han de regular los derechos y los deberes de todos los ciudadanos. El judicial, en cambio, no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa. Puede decirse con verdad que no posee fuerza ni voluntad, sino únicamente discernimiento, y que ha de apoyarse en definitiva en la ayuda del brazo ejecutivo hasta para que tengan eficacia sus fallos.

Esta sencilla manera de ver el problema sugiere algunas consecuencias importantes. Demuestra incontestablemente que el departamento judicial es, sin comparación, el más débil de los tres departamentos del poder (1); que nunca podrá atacar con éxito a ninguno de los otros dos, y que son precisas toda suerte de precauciones para capacitarlo a fin de que pueda defenderse de los ataques de aquéllos. Prueba igualmente que aun cuando en ocasiones sean los tribunales de justicia los que oprimen a los individuos, la libertad general del pueblo no ha de temer amenazas de esa dirección; quiero decir, mientras el departamento judicial se mantenga realmente aislado tanto de la legislatUra como del Ejecutivo. Porque estoy conforme con que no hay libertad si el poder de juzgar no esta separado de los poderes ejecutivo y legislativo (2). Y prueba, finalmente, que como la libertad no puede tener nada que temer de la administración de justicia por sí sola, pero tendría que temerlo todo de su unión con cualquiera de los otros departamentos; que como todos los efectos de la unión que suponemos procederían de la sumisión del primero a los segundos, a pesar de una separación nominal y aparente; que como, por la natUral debilidad del departamento judicial, se encuentra en peligro constante de ser dominado, atemorizado o influido por los demás sectores, y que como nada puede contribuir tan eficazmente a su firmeza e independencia como la estabilidad en el cargo, esta cualidad ha de ser considerada con razón como un elemento indispensable en su constitUción y asimismo, en gran parte, como la ciudadela de la justicia y la seguridad públicas.

La independencia completa de los tribunales de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada. Por Constitución limitada entiendo la que contiene ciertas prohibiciones expresas aplicables a la autoridad legislativa, como, por ejemplo, la de no dictar decretos que impongan penas e incapacidades sin previo juicio, leyes ex post facto y otras semejantes. Las limitaciones de esta índole sólo pueden mantenerse en la práctica a través de los tribunales de justicia, cuyo deber ha de ser el declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la Constitución. Sin esto, todas las reservas que se hagan con respecto a determinados derechos o privilegios serán letra muerta.

El derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, con fundamento en que son contrarios a la Constitución, ha suscitado ciertas dudas como resultado de la idea errónea de que la doctrina que lo sostiene implicaría la superioridad del poder judicial frente al legislativo. Se argumenta que la autoridad que puede declarar nulos los actos de la otra necesariamente será superior a aquella de quien proceden los actos nulificados. Como esta doctrina es de importancia en la totalidad de las constituciones americanas, no estará de más discutir brevemente las bases en que descansa.

No hay proposición que se apoye sobre principios más claros que la que afirma que todo acto de una autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negar esto equivaldría a afirmar que el mandatario es superior al mandante, que el servidor es más que su amo, que los representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo y que los hombres que obran en virtud de determinados poderes pueden hacer no sólo lo que estos no permiten, sino incluso lo que prohiben.

Si se dijere que el cuerpo legislativo por sí solo es constitucionalmente el juez de sus propios derechos y que la interpretación que de ellos se haga es decisiva para los otros departamentos, es lícito responder que no puede ser ésta la presunción natural en los casos en que no se colija de disposiciones especiales de la Constitución. No es admisible suponer que la Constitución haya podido tener la intención de facultar a los representantes del pueblo para sustituir su voluntad a la de sus electores. Es mucho más racional entender que los tribunales han sido concebidos como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura, con la finalidad, entre otras varias, de mantener a esta última dentro de los límites asignados a su autoridad. La interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios.

Esta conclusión no supone de ningún modo la superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Sólo significa que el poder del pueblo es superior a ambos y que donde la voluntad de la legislatura, declarada en sus leyes, se halla en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por la ultima de preferencia a las primeras. Deberán regular sus decisiones por las normas fundamentales antes que por las que no lo son.

El ejercicio del arbitrio judicial, al decidir entre dos leyes contradictorias, se ilustra con un caso familiar. Sucede con frecuencia que coexisten dos leyes que se oponen en todo o en parte, ninguna de las cuales contiene una disposición o expresión derogatoria. En semejante caso les corresponde a los tribunales esclarecer y fijar su significado y su alcance. Si es posible que una interpretación razonable las concuerde y armonice, la razon y el derecho aconsejan de consuno que así se haga; pero si ello es impracticable, se impone la necesidad de aplicar una con exclusión de la otra. La regla que ha prevalecido en los tribunales para determinar la validez relativa de las leyes dispone que la última en tiempo sea preferida a la anterior. Pero se trata de una simple regla de interpretación, que no deriva de un precepto positivo, sino de la naturaleza de las cosas y de la razón. Esta regla no está impuesta a los tribunales por alguna disposición legislativa, sino que ha sido adoptada por ellos, considerándola conforme a la verdad y la utilidad, con el objeto de normar su conducta en su calidad de intérpretes de las leyes. Les pareció razonable que entre dos actos incompatibles de una autoridad igual gozase de primacía la que representaba la última irradiación de su voluntad.

Sin embargo, por lo que hace a los actos incompatibles de una autoridad superior y otra subordinada, de un poder original y otro derivado, la naturaleza de las cosas y la razón indican que se debe seguir la regla inversa. Nos enseñan que el primer acto de un superior debe ser preferido al acto subsecuente de una autoridad inferior y subordinada, y que, consiguientemente, siempre que determinada ley contravenga la Constitución, los tribunales tendrán el deber de apegarse a la segunda y hacer caso omiso de la primera.

Carece de valor la afirmación relativa a que los tribunales, so pretexto de incompatibilidad, estarán en libertad de sustituir su capricho a las intenciones constitucionales de la legislatura. Lo mismo podría ocurrir en el caso de dos leyes contradictorias o, similarmente, en todo fallo en que se aplique una sola ley. Los tribunales tienen que declarar el significado de las leyes; y si estuviesen dispuestos a poner en ejercicio la voluntad en vez del juicio, la consecuencia sería la misma de sustituir su deseo al del cuerpo legislativo. Pero si algo prueba esta observación, sería que no debiera haber jueces independientes de ese cuerpo.

Por lo tanto, si los tribunales de justicia han de ser considerados como los baluartes de una Constitución limitada, en contra de las usurpaciones legislativas, esta consideración suministrará un argumento sólido en pro de la tenencia permanente de las funciones judiciales, ya que nada contribuirá tanto como esto a estimular en los jueces ese espíritu independiente que es esencial para el fiel cumplimiento de tan arduo deber.

Esta independencia judicial es igualmente necesaria para proteger a la Constitución y a los derechos individuales de los efectos de esos malos humores que las artes de hombres intrigantes o la influencia de coyunturas especiales esparcen a veces entre el pueblo, y que, aunque pronto cedan el campo a mejores informes y a reflexiones más circunspectas, tienen entretanto la tendencia a ocasionar peligrosas innovaciones en el gobierno y graves opresiones del partido minoritario de la comunidad. Aunque confío en que los amigos de la Constitución propuesta no se unirán nunca con sus enemigos (3) para poner en duda el principio fundamental del gobierno republicano, que reconoce el derecho del pueblo a alterar o abolir la Constitución en vigor en todo caso en que lleguen a la conclusión de que está en desacuerdo con su felicidad, sin embargo no sería legítimo deducir de este principio que los representantes del pueblo estarían autorizados por esa circunstancia para violar las prevenciones de la Constitución vigente cada vez que una afición pasajera dominara a una mayoría de sus electores en un sentido contrario a dichas disposiciones, o que los tribunales estarían más obligados a tolerar las infracciones cometidas en esta forma que las que procedieran únicamente de las maquinaciones del cuerpo representativo. Mientras el pueblo no haya anulado o cambiado la forma establecida, por medio de un acto solemne y legalmente autorizado, seguirá obligándolo tanto individual como colectivamente; y ninguna suposición con respecto a sus sentimientos, ni aun el conocimiento fehaciente de ellos, puede autorizar a sus representantes para apartarse de dicha forma previamente al acto que indicamos. Pero es fácil comprender que se necesitaría una firmeza poco común de parte de los jueces para que sigan cumpliendo con su deber como fieles guardianes de la Constitución, cuando las contravenciones a ella por el legislativo hayan sido alentadas por la opinión de la mayor parte de la comunidad.

Pero no es sólo en el caso de las infracciones a la Constitución como la independencia de los jueces puede constituir una salvaguardia esencial contra los efectos de esos malos humores circunstanciales que suelen penetrar a la sociedad. En ocasiones, éstos no van más allá de perjudicar en sus derechos privados a una clase determinada de ciudadanos, por medio de leyes injustas y parciales. Aquí también reviste gran importancia la firmeza de la magistratura al mitigar la severidad y limitar el efecto de esa clase de leyes. No sólo sirve para moderar los daños inmediatos de las ya promulgadas, sino que actúa como freno del cuerpo legislativo para aprobar otras, pues percibiendo éste los obstáculos al éxito de sus inicuos designios que son de esperarse de los escrúpulos de los tribunales, se verá obligado a modificar sus intentos debido a los móviles mismos de la injusticia que medita realizar. Esta circunstancia es probable que pese sobre el carácter de nuestros gobiernos más de lo que muchos suponen. Los beneficios de la moderación y la integridad del departamento judicial se han dejado ya sentir en más de un Estado, y aunque quizá hayan disgustado a aquellos cuyas siniestras esperanzas han defraudado, deben haberse ganado la estimación y los parabienes de todas las personas virtuosas y desinteresadas. Los hombres prudentes, de todas las condiciones, deben apreciar en su verdadero valor todo lo que tienda a inspirar y fortalecer ese temple en los tribunales, ya que nadie tiene la seguridad de no ser víctima de móviles injustos el día de mañana, no obstante que hoy se beneficie con ellos. Y todo hombre debe sentir que la tendencia inevitable de semejantes móviles se orienta en el sentido de minar los cimientos de la confianza pública y privada, introduciendo en lugar de ella una inquietud y un malestar universales.

Esa adhesión uniforme e inflexible a los derechos de la Constitución y de los individuos, que comprendemos que es indispensable en los tribunales de justicia, manifiestamente no puede esperarse de jueces que estén en posesión de sus cargos en virtud de designaciones temporales. Los nombramientos periódicos, cualquiera que sea la forma como se regulen o la persona que los haga, resultarían fatales para esa imprescindible independencia. Si el poder de hacerlos se encomendase al Ejecutivo, o bien a la legislatura, habría el peligro de una complacencia indebida frente a la rama que fuera dueña de él; si se atribuyese a ambas, los jueces sentirían repugnancia a disgustar a cualquiera de ellas y si se reservase al pueblo o a personas elegidas por él con este objeto especial, surgiría una propensión exagerada a pensar en la popularidad, por lo que sería imposible confiar en que no se tuviera en cuenta otra cosa que la Constitución y las leyes.

Hay una razón más y de mayor peso a favor de la permanencia de los oficios judiciales, que puede deducirse de las condiciones que necesitan reunir. Se ha observado a menudo, y muy oportunamente, que un voluminoso conjunto de leyes constituye un inconveniente que va necesariamente unido a las ventajas de un gobierno libre. Para evitar una discrecionalidad arbitraria de parte de los tribunales es indispensable que estén sometidos a reglas y precedentes estrictos que sirvan para definir y señalar sus obligaciones en todos los casos que se les presenten; y se comprende fácilmente que, debido a la variedad de controversias que surgen de los extravíos y de la maldad humana, la compilación de dichos precedentes crecerá inevitablemente hasta alcanzar un volumen considerable, y que para conocerlos adecuadamente será preciso un estudio laborioso y dilatado. Por esta razón serán pocos los hombres en cada sociedad suficientemente versados en materia de leyes para estar capacitados para las funciones judiciales. Y si descontamos lo que corresponde a la perversidad natural del género humano, han de ser menos aún los que unan a los conocimientos requeridos la integridad que debe exigirse. Estas reflexiones nos enseñan que el gobierno no tendrá un gran número de individuos capacitados entre los cuales elegir y que la breve duración de estos nombramientos, al desanimar naturalmente a aquellos que tendrían que abandonar una profesión lucrativa para aceptar un asiento en los tribunales, produciría la tendencia de arrojar la administración de justicia en manos menos competentes y menos capacitadas para desempeñarla con utilidad y decoro. En las circunstancias por las cuales atraviesa nuestro país en la actualidad y en las que es probable que prevalezcan durante mucho tiempo, los inconvenientes de este sistema serían mayores de lo que puede parecer a primera vista; pero debo confesar que son muy inferiores a los que se presentan cuando se considera el asunto bajo otros aspectos.

En conjunto, no puede haber lugar a dudar de que la convención procedió con prudencia al imitar las constituciones que han adoptado la buena conducta como norma para la duración de los jueces en sus oficios, y que lejos de ser censurable por ello, su plan habría sido inexcusablemente defectuoso si le hubiera faltado este importante elemento distintivo del buen gobierno. La experiencia de la Gran Bretaña nos brinda un comentario conspicuo de las bondades de esta institución.

PUBLIUS